Fue ayer. Y todavía estamos haciéndonos a la idea de no poder volver a contar con sus palabras, con sus hallazgos, con su sabiduría.
Para nosotros Santiago Arellano, don Santiago, como solíamos llamarlo entre nosotros para distinguirlo de su hijo (el Padre Santi) no era sólo uno de nuestros autores, sino un amigo, y un buen amigo.
Quienes también tuvisteis la dicha de conocer a Santiago, sabéis que realmente el título del libro Aprender a mirar para aprender a vivir era uno de sus lemas de vida. Él sabía mirar, sabía ver y reconocer, y sabía vivir.
Tenía una sensibilidad fuera de lo común para reconocer la verdad (o mentira) que se esconde en el interior de cada obra de arte (sensibilidad conjugada con un riguroso estudio de las obras literarias). Y sabía reconocer en las personas la delicadeza de la bondad; pequeños gestos que pueden pasar desapercibidos, a sus ojos resaltaban.
Recuerdo uno de los últimos que nos contaba. Un hombre estaba sentado en la acera pidiendo, y se acercó una mujer para darle un bocadillo. Y para ofrecérselo la mujer se agachó hasta ponerse a su nivel. Había sumado a su limosna un gesto de caridad. Santiago todavía se emocionaba mientras nos lo narraba.
A esa mirada suya tampoco se le escapaba la situación crítica en la que nos hallamos a nivel global. «Vivimos en la contienda de dos civilizaciones», solía decir, una guerra entra la civilización cristiana y la del hombre que se rebela contra Dios.
Y no se quedaba sólo en decirlo, como maestro que era hasta lo más profundo de su ser, multiplicaba sus charlas, conferencias, cine-forums y artículos, en Pamplona y fuera de Pamplona, compartiendo su mirada generosa y aguda.
Para saber vivir hay que saber mirar, decía. Y ¿cómo vivía él? Quizás la forma más resumida de explicarlo sea decir que como un verdadero católico. Porque lo más central en Santiago Arellano era su fe, que impregnaba la totalidad de su vida. Fe que le acompañaba en los momentos de alegría (Santiago disfrutaba de la buena comida y de la buena bebida, y mucho más de la buena compañía, y disfrutaba mucho organizando cenas y meriendas para que la gente buena que él descubría se conociera entre sí) y en los momentos de dolor (recomendamos mucho ver este video en el que habla del sentido del sufrimiento desde su experiencia personal). Fe que le hacía darse generosamente a los demás sin escatimar tiempo ni esfuerzo.
Santiago sufría de manera crónica una enfermedad pulmonar. Pero su salud se resintió fuertemente desde finales de 2019-principios de 2020.
Entonces creció ante nuestros ojos.
Siempre recordaré la sencillez y entereza con la que acogía sus dolores, y el esfuerzo que ponía en recuperarse, no por él, sino para poder seguir dándose, para poder continuar escribiendo, para poder continuar con la Escuela de Padres, para poder viajar y participar en encuentros culturales… Con lo fácil que hubiera sido decir que él ya había hecho su aportación al mundo y que se merecía un descanso. Será siempre un modelo a seguir para mí, un ejemplo de la verdadera humildad que, consciente del don recibido, lo pone al servicio de los demás sin reservas para mayor gloria de Dios.
Providencialmente, tuvimos la fortuna de comer con Santiago y su mujer, Maite, poco antes de su ictus. Estaba medio resfriado, con un dolor de espalda que le dificultaba caminar, inapetente, y el temblor en las manos le había aumentado; pero insistió en no anular la cita. Disfrutamos mucho de la velada con Maite y Santiago. Como siempre, el tiempo pasó volando. Y, al despedirnos, Santiago no dejaba de decir: «¡Cuánto me alegro de haber comido con vosotros! ¡Qué feliz me habéis hecho!». ¡Y era él (y Maite) el que realmente nos había hecho el regalo de su amistad!
Nos sentimos profundamente agradecidos por habernos incluido entre sus amigos.
Ahora rogamos por él, aunque tenemos la firme esperanza de que muy pronto (si no ya) estará gozando de la bienaventuranza eterna.
«Pero hay esperanza porque todo lo que hacemos tiene valor de eternidad, cualquier instante de nuestra vida, incluido este mismo… Entregarnos con la conciencia de que todo tiene un valor sublime, todo tiene un valor maravilloso, de eternidad, al defender la primacía de Dios sobre todas las cosas.»
– Santiago Arellano Hernández –
Marta Serra
¡Qué bellas y verdaderas palabras sobre nuestro querido don Santiago! ¡Muchas gracias!
Con su vida él nos mostró un camino digno de imitar. Esperamos que llegue el día en el que nos reencontremos en la casa del Padre.